jueves, 18 de noviembre de 2010

Recuerdos de lo que olvidé


Aquellas mañanas de frío y de miedo a que me sacaran a recitar reyes y ríos de España, frente a un viejo mapa, con una regleta. El viento y la lluvia, contra las ventanas, y las espineras, gigantes y corvas, luchando en la noche en plena galerna; y un misal antiguo sobre la mesita. Y mi tía abuela rogando a Dios y a todos los santos que aquello no fuera el final del mundo, que no nos ahogara un nuevo diluvio, rezando una salve, recordando al cielo que posiblemente viniera otra guerra.

La otra mañana ¿del sesenta y ocho?, en la que Jesús se colgó del árbol. Y a mí me llevaron a los Abanales y dormí con él, con su cuerpo frío, mientras esperaban por la funeraria, la última siesta. Y las tardes grises, en casa Vicente, cuando me subía al hórreo y veía Bañugues tan lejos, después de los pinos de por Entrerríos y una curva triste de la carretera. Y las largas tardes, en casa el Zamarru, yendo cada poco hacia la portilla, por mirar si alguien llegaba a buscarme, antes de la hora crucial de la cena.

Y la fiebre súbita que me hacía soñar que el techo bajaba, bajaba y bajaba, caía sobre mí; y olía por momentos el vaho de eucalipto que me colocaban en el cabecero y el que habían cocido en una tartera. Las lóbregas noches que no se acababan, huérfanas de luz tras una tronada, entre el fuego débil y el chisporroteo de una o de dos velas.

Y las otras noches en que no cabían más desconfianzas: el corretear de ratones jóvenes por entre las vigas de nuestro desván y el rodar dormido de los viejos trastos o de las patatas; el murmullo rítmico de alguna gotera. Y el pensar frecuente, como una costumbre, que todo tendría un final muy próximo -qué extraño en un niño y, sinceramente, qué rabia y qué pena-: los seres, los perros, la casa y el seto, la fuente y la higuera.

Y todos los otros temores constantes: el dulce pecado, pecado bendito, acechante siempre, la duda continua, la aprensión diaria, el recelo absurdo, la inútil sospecha. Y el pasado vacuo pesando en los hombros -qué raro en un niño y, sinceramente, qué larga condena- con sus sacos llenos de melancolía por lo que aún no había ni surgido apenas.