Nace la soledad cuando, de espaldas al mundo, alcanzo lo que no distingo con la luz de la realidad, instalándome en situaciones sin síndrome de obediencia. Cuando sé que de todo lo que callo nada podría decirse de otra manera más que así, en solitario silencio de los signos, en apartada ausencia de objetos e imposiciones. Soledad que me aísla y me asoma a las asimetrías de lo incógnito, de donde surgen y considero los ambiguos proyectos del arte y las prefiguraciones de lo extraño, la extrañeza de lo común y la insignificancia de lo que nos espanta desde niños. Donde escucho vocablos desmedidos y resonancias catárquicas.
Necesito esa soledad que me permite querer a quienes así me aceptan y me respetan, con espacios donde me segrego del tú dominante, con propensión al egoísmo, e ingreso en mí mismo en busca de recursos que me rescatan de la sintaxis. Recorro aristas y desfiladeros de fiebre. Y entonces, soy y escribo y me agiganto: árbol toda la vida sobre la tierra pastor del páramo que rasga la escarcha con mastines de sombra no sueño apenas desde hace siglos para qué soñar mientras sobornan los jerarcas faro sobre la noche faro encendido para tan ingrato océano viento benévolo que no arrasas con todo desde que viento eres.
Esa soledad, como libertad pura, en la que se perciben riesgos de sobredosis, desprendimientos de los sentidos, pensamientos afines a la desaparición, pero también alivio, sosiego y tregua. Fuera del alcance de los atroces vasallajes, de las bridas tirantes de aquellos que entienden todo como una posesión, de las rozaduras de los yugos interesados o las llagas de la resignación y la obediencia. Solo, por voluntad y con el corazón insubordinado. Solo, sin dolor y con los espejismos de otras presencias posibles, de otras contingencias menos causales que la casualidad de un encuentro casual y una eterna costumbre.
No hablo de la soledad de los consorcios que carcome a oscuras dos cuerpos que se acompañan y se nutren y crecen de su carne, como un cáncer, ni de la que condena deseos, prohíbe comportamientos y asfixia con sus hilos invisibles más que la soga de los verdugos. Ni de la que imputa la insistente angustia de los contratos de permanencia, ni de la que se desprende de la simulada y altísima cifra de las sumisiones. Tampoco de la que inyecta falso afecto, por miedo, por comprensión, pero encubre venenosas mentiras y traiciones innecesarias.
De ésas huyo como el cachorro ingenuo que por instinto escapa de un sol insano. Ni digo tampoco de la que revienta encima de los seres como una explosión fatal y genera cuartos cerrados con aromas cordiales, aposentos apagados, recuerdos incurables para el resto de los años. A ésa renuncio mientras no sobrevenga.
Sino de la soledad fúlgida que me eleva y me transporta a la otra parte de lo factible, allí donde los límites de lo pactado se diluyen y me confieso y me equiparo al otro y percibo la razonable sinrazón del inculpado, las tretas poderosas de los acusadores, la sinceridad del mentiroso y las hábiles artimañas de los soberanos. De la que se posa en torno a mis dos ojos, que entonces acceden a lo que carece de candor y superficie, y desentrañan la sencillez de lo abstracto, la fragilidad de lo indestructible, la ligereza del sufrimiento y lo leve de la consistencia.
De la soledad que acaricio con los dedos, como un cabello adolescente que me excita. La que roza mis labios como con otros labios tiernos muy carnosos, como una droga exquisita que me prolonga y me aúna con lo infinito. De la soledad que no rechaza el amor pero exige tolerancia para que el amor se haga viable. De la contraria a la convivencia opresiva, la que nos une tan engañosamente y por la que acumulamos rencores y matamos. (La Nueva España, 18-02-09).