lunes, 6 de diciembre de 2010
Galope sin retorno (Nana para Bis)
Pasaron, Anabel,
otros octubres largos como aquéllos
en que tú me pedías que te hiciera
por entre los visillos
el sonido del viento, y más tarde
en mis brazos sentirte refugiada;
que te dijera un poco de lo que era la muerte
y apagara la luz para escuchar a oscuras
la respuesta que nunca me escuchaste
o lo mismo que ahora,
después de tantos años,
te contesto de nuevo:
Yo no sé nada. Por eso
mejor sigo imitando el frío con mis labios
y tú duermes y sueñas
con que te nombran reina del baúl
de la vida
y te tienen los niños en sus cajas de música.
Pero tú te obstinabas
en tus dudas terribles,
esas que nos asaltan desde que somos niños
y que, desprotegidos, en medio de la noche
nos parecen colmillos
feroces como el miedo.
Y entonces me obligabas a mentirte benévolo
y a esconderte las cosas amargas de este mundo
tras alguna palabra que estallara sonora:
la muerte, mi pequeña, es una casa llena
de la luz de la luna
que nos queda muy lejos, pero siempre está cerca;
y con tus manos puestas
sobre mi pecho humano
te adormecías creyendo que yo era un dios que daba
respuestas invencibles a tu inocencia crédula.
Quizá no te engañé, después de todo, tanto como los sueños
que ya te cabalgaban.
Pasaron, Anabel,
y tantos los octubres que pasaron
que yo silbo el invierno casi mejor que el viento.
Acércate a mi cuarto, yo apagaré la luz
y me dirás un poco qué entiendes de la muerte.